miércoles, 4 de febrero de 2009

LOS CUADERNOS ESPAÑOLES DE CORAL GABLES


HACE JUSTO 70 años, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí llegaban a Coral Gables, un municipio del condado de Miami-Dade en Florida. Era el 29 de enero de 1939 y arrastraban ya el dolor del exilio que marcaría sus vidas profundamente. En estos días se reparten en las calles tan españolas de la ciudad norteamericana ejemplares de Romances de Coral Gables (1948), el tributo que el poeta andaluz rindió al paisaje que le había traído algunas nostalgias de Moguer y el imprevisible retorno del mar, porque fue en este lugar donde se le apareció su «mar tercero».
En Alhambra Circle 160 tenía el matrimonio su casa. Llevaban una vida tranquila, paseaban cerca del mar y por las noches escuchaban en la radio a Toscanini. En el Diario de Zenobia se lee:«Las casas blancas, techos de teja y pinos le recuerdan a Moguer y su nostalgia fluye en verso».
Qué sensación tan extraña imaginar a Juan Ramón paseando por el callejero de Coral Gables. A comienzos de siglo, George Merrick, uno de los rancheros fundadores de la ciudad, cogió un diccionario y eligió los nombres de lugares españoles para el nomenclátor. Años más tarde, un poeta desterrado de sombra amarga y alargada recorrería la Avenida Giralda, donde quizás evocó sus años de poeta adolescente en Sevilla, o las calles Segovia, Valencia o Granada. ¿Con qué amargura diría su dirección, Alhambra Circle 160?
El malagueño José Moreno Villa, otro exiliado, escribiría en su Cornucopia de México lo insólito que era para un español observar los nombres de la geografía española en los mapas de estas tierras del exilio. «Salir de México, llegar a Valladolid y por la misma ruta, siguiendo adelante, llegar a Zamora y después a Guadalajara, resulta cosa mágica».
Estos nombres españoles que aún se leen en Coral Gables están marcados porque se convirtieron en trozos del alma del poeta, en versos de estos romances de Florida que ahora se publican en edición facsímil. Los libros y Juan Ramón tienen en el exilio una historia estremecedora. En Washington recibió de unos amigos libros rescatados del saqueo de su biblioteca en el Madrid de la Guerra Civil. Al abrir uno de ellos, encontró unos jazmines secos guardados por su madre. El viento del pasado entraba a través de las ventanas de la memoria que eran los libros. En otra ocasión, tuvo que firmar uno suyo publicado en España. Olía a humedad del trópico, «como las hojas rastreras de viña en el octubre de Andalucía». Y seguía:«Todos los libros, mis libros, tenían un siglo de existencia, eran de otra rara época, de estraña jente anterior».

jueves, 15 de enero de 2009




MESLIER RECORRE ESPAÑA

UN AUTOBÚS con ‘publicidad’ atea recorre España y hay quien lo anuncia como si llegara el anticristo o una tribu de bárbaros y monstruos sin juicio. Meslier, el cura ateo de las Ardenas, se pasea por España. ¿Estaremos aún en el siglo XVIII y no nos hemos dado cuenta? Es curioso lo que les cuesta a algunos dejar espacio público para que los demás se expresen. Yo espero curiosa a que llegue a Sevilla para ver cómo reaccionan los que se consideran insultados o provocados por estos descarados ateos. Seguro que son los mismos que tienen controlada la ciudad todo el año como escenario y exhibición de sus creencias. Dejen que haya libertad de pensamiento, permitan que se pueda pensar fuera de la Iglesia... Y lean a Michael Onfray y su Tratado de ateología.
De todas formas, no me parece muy acertado el eslogan de la campaña de esta Unión de Ateos y Librepensadores: «Probablemente dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta». No me gusta porque hace el juego a los que piensan que los ateos son gente frívola, hedonistas sin ética ni espiritualidad. En su libro Ateos clandestinos, Agustín Izquierdo explica cómo aparece el ateo en la mente del creyente:alguien sin mucha capacidad de juicio, un insensato de vida desordenada al que no le queda más remedio que no creer en Dios para evitar el castigo divino. Sin embargo, pensar contracorriente –porque es más fácil creer en Dios que no hacerlo– requiere un compromiso intelectual complejo, porque todo en nuestra educación y en nuestra vida cotidiana hace que lo lógico sea ser un crédulo.
A mí me interesa más la vida de los heterodoxos, de los escépticos que se atrevieron a ser salmones contracorriente antes que la de los besugos que nadaron a favor, siguiendo lo que hacen todos. Estos pensadores de vida aberrante, pues así se les consideraba, escribían manifiestos clandestinos, se pudrían en las cárceles, sus obras eran condenadas y, por supuesto, no eran enterrados en camposantos, como recuerda Jiménez Lozano en su ensayo Los cementerios civiles.
Estos personajes –el grupo de Boulainvilliers, Fréret, Du Marsais, La Mettrie, Diderot– hicieron Europa, aunque ahora digan que el ateísmo destroza los cimientos de nuestra cultura. Europa se diferencia precisamente por la racionalización y secularización, por separar Iglesia y Estado. Los pueblos que no tuvieron la modernidad de la Ilustración siguen condenando al infiel, como ocurre con el Islam. Esperemos que esto se recuerde y la crispación intolerante que reina en España no vuelva a imponer sus creencias.

Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 15 de enero de 2009

miércoles, 17 de diciembre de 2008

FRANCISCO CASAVELLA


El año pasado por estas fechas yo no conocía a Francisco Casavella, pero nuestras novelas habían quedado finalistas del Premio Nadal. El 6 de enero Lo que sé de los vampiros, su excepcional novela, ganó el galardón. Yo quedé finalista con El club de la memoria. Entre las muchas cosas que me ha dado el Premio Nadal hay una especial: me permitió conocer a un tipo excepcional. Yo había leído El día del watusi y su Barcelona se había incorporado a mi imaginario con la misma facilidad con la que antes lo habían hecho la Barcelona de Eduardo Mendoza o la de Juan Marsé.
Francisco Casavella ha muerto con sólo 45 años y una brillante trayectoria novelística a sus espaldas. Sin embargo, lo mejor de Casavella es lo que intuíamos sus lectores:el Casavella por venir aún sería mejor que el que ya podíamos disfrutar.
Con Lo que sé de los vampiros confirmaba su buen hacer y, sobre todo, su capacidad para reinventarse. De sus novelas salvajes de una literaria Barcelona del Raval se había ido «con toda su carga tragicómica» –como le gustaba explicar– al siglo XVIII, al siglo «mal llamado de las luces».
Recuerdo que durante la gira todo el mundo se empeñaba en preguntarle por los vampiros, pero su novela no tenía nada que ver con esa moda frívola de los chupadores de sangre. Su novela era un excepcional viaje a los claoroscuros del siglo ilustrado. Una gran novela.
Casavella no se parecía a esos escritores vanidosos demasiado atentos a la espuma de los días, a la repercusión mediática. Al contrario, huía de ese mundo de ególatras tan habitual en los saraos literarios. Era discreto, un autor muy serio y tenía un gran sentido del humor.
Recorrimos juntos varias ciudades españolas durante la gira del Nadal y recuerdo sus bromas, las charlas sobre literatura, su obsesión por el café muy cargado, los insomnios, su afición por vestir de negro y cómo se ofrecía amablemente a llevar mi maleta rota por los aeropuertos.
Lo eché de menos en el Sant Jordi y en la Feria del Libro de Madrid. Con sorna lo amenacé por dejarme sola ‘ante el peligro’, firmando ejemplares sin su grata compañía. Pero él era así. Prefería huir de esos escaparates. Casavella ya estaba embarcado en una nueva novela y tenía casi a punto un ensayo sobre la relación entre paranoia y literatura. La muerte le sorprendió escribiendo...

Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 18 de diciembre de 2008
(Foto: El Correo Gallego. Santiago de Compostela, Febrero de 2008)

jueves, 4 de diciembre de 2008

DEL DANUBIO AL GUADALQUIVIR


El Danubio no es azul, es un río «amarillo fangoso», como dice Claudio Magris en su delicioso ensayo de viaje por el río europeo. La historia europea nace en el Guadalquivir con los asombros que llegan de ultramar y desemboca en el Danubio, cauce de la decadencia europea, del finis Austriae que es también el epílogo del viejo continente. El Danubio y el Guadalquivir fueron ríos para una misma monarquía: la de los Habsburgo. El mismo espejo turbio en el que se miraban aquellos monarcas de exageradas gorgueras y tronos llenos de carcoma.
En las orillas de ambos ríos hay también historias de ahogados y suicidas. En Sevilla, los hermanos de la Santa Caridad se ocupaban de los cadáveres rescatados del Guadalquivir y en Viena los ahogados del Danubio descansan en el Cementerio de los Sinnombre.
El pasado viernes se perdió por Sevilla un vago sonido vienés, algo de esa nostalgia del imperio austrohúngaro que Álvaro Mutis confiesa tener, aunque naturalmente no haya vivido en ese mundo de hermosos valses caducos, de palacios de frívolas princesas, esa Kakania sobre la que escribió irónicamente Robert Musil por lo de la monarquía dual, las siglas K. u. K., kaiserlich und königlich, que significa «imperial y real». Algo de esta Viena-Kakania se percibe aún en la música de los Niños Cantores de Viena, que ayer interpretaron parte de su repertorio en la Catedral de Sevilla, escenario de otros niños cantores, los Seises, también infantes como salidos de lienzos antiguos.
Pero sigamos relacionando ambas ciudades, sin duda, unidas por semejantes destinos, porque tienen el sabor triste de las ciudades decadentes, de esas urbes de pasado glorioso y en las que se adivina que hace mucho que la Historia se retiró de sus aposentos. Ciudades que huelen a resedas y a violetas, a grabados que reflejan los buenos tiempos. La Sevilla del siglo XVI y la Viena del XVIII, la de la emperatriz María Teresa, cuyo eco se marchitará en el aparentemente feliz XIX y se hundirá tras la Primera Guerra Mundial al desaparecer el viejo imperio austrohúngaro.
Pero no sólo habría que fijarse en las épocas por el poderío que aparece como paisaje de fondo en los retratos imperiales. También está el tiempo de la cultura, que es lo que hace inmortales a las ciudades. El XVII fue en Sevilla el siglo de la decadencia, pero también es la época dorada de la cultura. Y Viena tiene en el fin de siécle y los inicios del siglo XX su época más brillante, como recuerda Stefan Zweig –otro gran vienés– en su libro de recuerdos El mundo de ayer.
Podríamos perdernos en lugares de ambas ciudades que parecen semejantes. Por ejemplo, el Prater y el parque de María Luisa, lugares de recreo y esparcimiento que tienen esa bruma decimonónica de estampa de amable burguesía. O el triunfo en Viena del dorado bizantino, tan presente en los cuadros de Klimt, están en Sevilla en el pan de oro de sus retablos barrocos. Como también se parecen las fachadas de algunas casas, más en el color que en las formas arquitectónicas. El llamado amarillo María Teresa, típicamente vienés, es sólo un poco más claro que el sevillano amarillo-albero. Aunque realmente el caserío urbano de Sevilla nada tiene que ver con el aire Secese. Salvo un caserón que parece una estampa arrancada de la misma Viena: la casa del número 7 de la calle Tomás de Ibarra con un aire modernista o secesionista, por hablar con propiedad vienesa. Una calle que hay que atravesarla mientras suena el trío de piano de Shubert.
El estilo biedermeier, el toque del buen burgués, denostado luego por los grandes de la arquitectura –Otto Wagner, Josef Hoffmannn o Loos–, sí puede intuirse en algunas casas sevillanas. Y, a pesar de que el historicismo del XIX en la Ringstrasse recuerda el regionalismo pasado de moda que se seguía haciendo en la Sevilla de los años veinte, Viena sí vivirá su brillante renovación arquitectónica.
Sevilla y Viena tienen tragedias posrománticas. En la capital del imperio austrohúngaro está la tragedia de Mayerling cuando Rodolfo de Habsburgo y María Vetsera –con la que mantenía una relación adúltera– aparecen muertos en el pabellón de caza el 30 de enero de 1889 por un aparente suicidio de amor. Aquí la muerte tardorromántica la protagoniza María de las Mercedes –la versión castiza de la Sissi vienesa– cuando muere joven y enamorada por la tuberculosis. A Sissi la mataría el anarquista italiano Luccheni y a la niña Montpensier el bacilo de koch.
Igual que hubo una Sevilla la Roja en las collaciones de San Marcos, San Gil y San Luis, existió una Viena Roja que se pone como ejemplo arquitectónico: las viviendas obreras creadas tras la Gran Guerra. En 1934 fueron el centro de una insurrección proletaria, que Dollfuss, el canciller austrofascista, reprimió con violencia. Una estampa que recuerda al cruel Queipo de Llano entrando a sangre y fuego en Sevilla la Roja.
En el juego de semejanzas habría que rescatar las huellas españolas que aún existen en Viena, por ejemplo, la Escuela Española de Equitación. Y no habría que olvidar la educación española de algún habsburgo de la rama austríaca, como ocurrió con Rodolfo II, el rey alquimista. Por cierto, los vieneses aún utilizan la palabra granting (malhumorado) que recuerda el estado de ánimo que solía tener la nobleza española
Viena, ciudad de los cafés, tiene en el Central un símbolo: el maniquí del autor de Amanecer en el Prater, Peter Altenberg, el poeta de café «que amaba las habitaciones anónimas de los hoteles y las postales ilustradas», según Magris. Aquí los poetas de cafés están olvidados. Casi nadie recuerda ni siquiera dónde se reunían. Y recordando la novela Auto de Fe, de Elias Canetti, el judío vienés, aparecen otros finales de bibliotecas incendiadas, como las de tantos herejes sevillanos. Sí, Viena y Sevilla son inquietantemente parecidas: dos ciudades maestras del autoengaño.

viernes, 14 de noviembre de 2008

EL INFIERNO DE LA GRAN GUERRA


EVA DIÁZ PEREZ
SEVILLA.– A las 11 horas del día 11 del mes 11 hubo un gran silencio. Un silencio como no se había escuchado desde hacía años después del horror de obuses en el frente oriental, del trueno de los cañones en las batallas del Isonzo, del infierno de las trincheras de Verdún, de los cadáveres que nutrirían los campos de Flandes.
Aquel día se firmó el armisticio con el que acabó la Primera Guerra Mundial, hecho del que hoy se cumplen 90 años y que determinó los acontecimientos terribles que marcarían el siglo XX. Son muchos los historiadores que consideran que el siglo XX comenzó de verdad en 1914, año en el que se inició el conflicto. Desde luego, fue el momento en el que Europa y ese mundo de ayer al que se refería Stefan Zweig en sus memorias perdieron la inocencia definitivamente.
La Gran Guerra se considera el primer conflicto moderno, ya que se comienza a utilizar la nueva maquinaria de guerra del siglo XX, un hecho que daría un carácter específico a este episodio bélico. Frente a la guerra de movimientos, el conflicto que enfrentó a los ejércitos del mundo se caracterizó por la terrorífica guerra de trincheras: esperar ocultos en un entramado de excavaciones donde no se veía al enemigo, sólo las balas y obuses. Este clima de pesadilla hizo que en la Gran Guerra se dieran muchos casos de locura.
Los soldados aguardaban meses y meses en las trincheras llenas de barro, amenazados por el armamento, acosados por las ratas y los piojos, ganando no batallas sino pequeños metros de tierra que el enemigo volvía a ‘reconquistar’ al día siguiente. Fue una terrible guerra de desgaste que nada tenía ya que ver con las batallas del pasado llenas de héroes y de honores militares. La Primera Guerra Mundial fue la sangría más dantesca:unos ocho millones de muertos.
Sin embargo, este episodio histórico es mucho menos conocido que la Segunda Guerra Mundial. No hay más que repasar la cantidad de bibliografía y filmografía realizada sobre ambas guerras para percibir esta desventaja, como recuerda un personaje del relato de Julian Barnes Para siempre jamás en el que una mujer recorre los campos de Francia para evitar el olvido de su hermano, un soldado inglés muerto en la Gran Guerra.
En España este desconocimiento es mucho mayor. Entre otras cosas porque España no participó en esa guerra. El gobierno de Eduardo Dato declaró la neutralidad, a pesar de que la opinión pública se dividió entre germanófilos y aliadófilos.
Neutralidad española
España también declaró su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, aunque la participación de españoles fue mayor y de más peso. Por un lado, la intervención de los exiliados republicanos en la Resistencia francesa y, por otro, de españoles falangistas en la División Azul contra los comunistas rusos.
Sin embargo, los pocos españoles que participaron en la Gran Guerra eran abiertamente francófilos y se enrolaron como voluntarios en la Legión Extranjera del ejército francés. Especial importancia tuvieron los catalanes que, por cierto, esperaron que al terminar la guerra se les reconociera como estado independiente. No hay que olvidar que este conflicto también se caracterizó por acabar con grandes imperios –el austrohúngaro, el alemán, el ruso y el turco– y por dar respaldo a ciertos nacionalismos incipientes, como ocurrió, por ejemplo, con la Checoslovaquia nacida tras la guerra. Esto es, precisamente, lo que prentedían algunos sectores del nacionalismo catalán.
Entre lo más destacado de la ‘participación’ española está la labor de escritores que acudieron a los campos de batalla para contar la guerra como Carmen de Burgos, Blasco Ibáñez o Valle Inclán.
Blasco Ibáñez resumió buena parte de su imaginario de guerra en su célebre novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Éste es un fragmento de la crónica que escribió durante su visita al frente francés:«He pasado una noche en una trinchera, a ciento cincuenta metros de los alemanes, oyendo sus conversaciones y sus cánticos, como algo lejano y profundo que surgía del fondo de la tierra. (...) He visto pasar las granadas por el espacio. Iban muy altas; pero las he visto. Eran menos que una nubecita; un simple jirón de vapor amarillento. Pero el ruido resulta semejante al de una rueda de vagón que fuese suelta por el aire, rodando y rodando, con un silbido estridente».
Del mismo modo, Valle Inclán contempló en 1916 aquel infierno dantesco que, por cierto, conectaba a la perfección con su literatura más negra. El escritor gallego reunió las crónicas de guerra fruto de su estancia en el frente francés en La medianoche. Visión estelar de un momento de guerra:«Entre nubes de humo y turbonadas de tierra, vuelan los cuerpos deshechos: brazos arrancados de los hombros, negros garabatos que son piernas, cascos puntiagudos sosteniendo las cabezas en las carrilleras, redaños y mondongos que caen sobre los vivos llenándolos de sangre y de inmundicias».
La guerra que enfrentó por un lado a alemanes, austrohúngaros, turcos y búlgaros y, por otro, a franceses, ingleses, rusos, italianos y norteamericanos –aunque hubo más potencias implicadas– sirvió como lección terrible, aunque años más tarde se repitiera la experiencia. Stefan Zweig en El mundo de ayer resumió la diferencia entre ambas guerras: «La guerra del 39 tenía un cariz ideológico, se trataba de la libertad, de la preservación de un bien moral. La guerra del 14, en cambio, no sabía de realidades, servía todavía a una ilusión, al sueño de un mundo mejor. Por eso las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta».

GUÍA PARA ADENTRARSE EN LA PESADILLA DE LAS TRINCHERAS
No son muchos los libros sobre la Primera Guerra Mundial que se publican en España. Del mismo modo, las traducciones suelen ser escasas. Sin embargo, a raíz de la conmemoración de los noventa años del fin de la Gran Guerra algunas editoriales se han esforzado por incluir en sus catálogos volúmenes dedicados a diversos aspectos de un conflicto bélico no demasiado bien conocido en España.
Uno de ellos es La batalla de Verdún, de Georges Blond, publicado este año por Inédita Editores. En este libro, editado en Francia en 1962 y por fin traducido al castellano, se recorre el horror del frente de Verdún en un ensayo que se lee como una novela. La figura del periodista e historiador Georges Blond quedó ensombrecida por su colaboracionismo en la ocupación nazi de Francia en la Segunda Guerra Mundial.
La gran guerra y la memoria moderna (Turner), de Paul Fussell, es un repaso al conflicto a través de los escritores que la vivieron. Esta obra ganó el National Book Award del National Critics Circle de 1976.
La editorial Nowtilus también se ha unido a este rescate con la publicación de un interesante libro del historiador Jesús Hernández:Todo lo que debe saber sobre la Primera Guerra Mundial. A pesar del nefasto título –que recuerda más bien a un inventario de urgencia de esos que se hacen aprovechando las modas–, el volumen hace un recorrido general pero muy bien documentado y con tono divulgativo sobre diversos aspectos de la guerra.
Rescate
Y, sin duda, uno de los libros relacionados con la Gran Guerra más interesantes rescatados este año son las memorias que el novelista y pintor inglés Wyndham Lewis escribió con buena parte de sus vivencias como soldado inglés. Se trata de Estallidos y bombardeos, que acaba de publicar la editorial Impedimenta con traducción y estudio introductorio de la onubense Yolanda Morató. Precisamente, hoy se presentará en la Casa del Libro en Sevilla este volumen donde no falta la crueldad, el humor y una curiosa visión del terrible episodio bélico.
La literatura en torno a la Primera Guerra Mundial es numerosa, aunque aún queda mucho por traducir. Sin embargo, existen clásicos como Adiós a las armas, la novela que escribió Hemingway con parte de sus experiencias en el frente italiano;Las aventuras del soldado Schwejk, del checo Jaroslav Hasek, divertidísima novela que se considera un alegato contra las guerras;Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, sobre la que se realizó una película dirigida por Lewis Milestone y años más tarde Delbert Mann en un remake; Un largo domingo de noviazgo, de Sébastien Japrisot, que inspiró la película de Jean-Pierre Jeunet;o las obras de Joseph Roth La marcha Radetzky o La cripta de los capuchinos. Tampoco faltan los best seller de Anne Perry, especializada en intrigas situadas en el conflicto.
(Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 11 de noviembre de 2008)

jueves, 19 de junio de 2008

NUEVO LIBRO: "LA ANDALUCÍA DEL EXILIO"


Acaba de salir "La Andalucía del exilio", un nuevo libro fruto de mi trabajo de investigación y documentación para la novela "El Club de la Memoria" (Destino. Finalista Premio Nadal 2008). Se trata de una recopilación de semblanzas narrativas de intelectuales del exilio que recoge su etapa de destierro. Aparecen personajes célebres como María Zambrano, Rafael Alberti, Antonio Machado, Manuel Altolaguirre o Francisco Ayala con detalles de su epopeya, pero también se rescata a personajes menos conocidos como Juan Rejano, José Barnés, Homero Serís o Matilde Cantos con vidas que parecen auténticos pasajes de novela. "La Andalucía del exilio" es una reivindicación de esa España peregrina, de esa España que no pudo ser cuya vida y obra permanece en el olvido siendo prácticamente imposible leer ahora sus libros y textos autobiográficos, ya que fueron publicados hace décadas en editoriales americanas y nunca en España. Una asignatura pendiente y un capítulo de la memoria histórica que parece no haber sido reconocido.

sábado, 16 de febrero de 2008

EL CLUB DE LA MEMORIA (FINALISTA DEL PREMIO NADAL 2008)


El Club de la Memoria es una novela sobre el exilio, sobre la amistad y también sobre la memoria como salvación.

Es una historia que comienza en los años de las Misiones Pedagógicas, en ese hermoso pero truncado proyecto de la España republicana en el que se intentó salvar a la España pobre, miserable y atrasada a través de la cultura. En aquel tiempo, unos jóvenes vivirán la época feliz de la juventud y crearán un pacto de amistad para formar un curioso Club de la Memoria. Pero el viento sucio y malo de la Historia, como diría Salinas, los dispersará por el mundo.

Es una novela que aborda la tragedia estremecedora de los exiliados, esos personajes borrados de su mundo y de su época, obsesionados con el regreso imposible a lo que perdieron. Y es una novela sobre ciudades convertidas en refugio de la memoria, en ciudades del destierro como Toulouse, París, Berlín, Dresde o México.

Es una historia del pasado, pero contada desde un presente en el que se asiste, a través de varias voces de la memoria –diarios, autobiografías, epistolarios-, a la reconstrucción de la insólita historia del Club de la Memoria arrasado por el olvido, la traición, las imposturas, los amores truncados, la soledad y la muerte.

Esta novela está dedicada a los exiliados y es también una reivindicación de esa España del exilio, de esa España que no pudo ser, de esa España olvidada cuyo legado –una auténtica exiliatura- no ha sido incorporada de forma definitiva a la historia de nuestra cultura. Una España a la que quizás sólo podamos salvar por medio de la memoria.

domingo, 30 de diciembre de 2007

DE CORRIENTES A SIERPES


En la estantería 125 –caja 5– del Archivo de Indias de Sevilla está el legajo 4, el plano del reparto de solares de la ciudad de Buenos Aires realizado en 1583 por el fundador Juan de Garay. Es el principio de una relación extraña y quizás imposible. Sevilla y Buenos Aires ante un espejo. Elijamos un lugar porteño, la avenida Corrientes de la que Roberto Arlt escribía que, mientras las calles honestas se dormían para despertarse a las seis, «Corrientes, la calle vagabunda, enciende a las siete de la tarde sus letreros luminosos». Y sobre el plano de Sevilla, una calle:_Sierpes cuando era la calle que no dormía, con sus cafés abiertos hasta la herida más profunda de la madrugada, calle por la que se escapaba el humo azulenco de las juergas a través de sus ventanas con ojeras de mujer fatal. Aunque ya sólo es como esas calles dormidas de las ciudades muertas. En los espejos de las ciudades se pueden encontrar curiosos reflejos como una Sevilla de aires porteños, músicas de arrabal y con la luz ambarina y descarada de Buenos Aires. Todos los miércoles en el Casino de la Exposición hay milongas y una vez la Plaza de España se convirtió en un boliche al aire libre. Pero, ¿dónde está Buenos Aires? Habría que buscar en las esquinas que en Sevilla tienen churretes de rímel. El tango es un baile de arrabal, de suburbio, orillero y marginal. Y Sevilla fue una ciudad con pasado de hampa y picaresca que la pluma de Cervantes llevó a Rinconete y Cortadillo para darle prestigio literario. El lenguaje de germanía del arrabal de Triana es el mismo lunfardo de barrios como Boeda o La Boca. El lunfardo, que Borges decía en El informe de Brodie que era una broma literaria inventada por saineteros y compositores de tangos, se localizaría en el compás de la mancebía, donde se escucha esa música prostibularia de acordeones desdentados y amarillentos. Los tangos negros se tocarían en los lupanares de la Alameda que es como el otro lado del barrio de Recoleta, cuando era lugar de borrachos y quilombos. En el espejo incierto en el que se miran Sevilla y Buenos Aires hay otro descubrimiento inquietante: el tango puede ser una especie de cuplé acriollado. La Sevilla de los cuplés estaba entre el Variedades de la calle Trajano y el Kursaal. Por allí pasaron argentinos ilustres para contemplar a vicetiples coronadas con plumas-sprit y tanguistas y papillonas de empinados zapatos de charol: Borges se emborracha de versos ultraístas con los poetas de la revista Grecia, Oliverio Girondo pasea por una alucinada calle Sierpes que escribirá en sus Calcomanías y Roberto Arlt relata las escenas extremas de la Semana Santa en sus Aguafuertes españoles. Se oye el aire de tangos malevos que se cantaban en el Bailetín del Palomar, cercano a la esquina de Suáres y Necochea, que regentaba Filiberto alias Mascarillas a fines del siglo XIX y que es como un espejo porteño del café cantante de Silverio Franconetti y su flamenco de voces rajás. Se puede pasear por Sevilla como si fuera el otro lado de Buenos Aires. La Casa de las Sirenas con su estilo francés es igual que el Palacio Errázuriz, mansión porteña que parece plantada en el centro de París. Y está la casona del bibliófilo Bartolomé Mitre que ahora guarda la Biblioteca Americana y que en este lado del mundo tendría que ser una casa que ya no existe, la del duque de T’Serclaes, que es nuestro bibliófilo sevillano, aunque ya nadie se acuerde de él ni de su biblioteca, ahora en Nueva York. En los años veinte, se dividió Buenos Aires en dos mitades literarias: la de Boedo –social y de las afueras– y la de Flores –estetizante y céntrica–. Arlt y Borges son los símbolos de esas mitades de una ciudad que parece un libro. Aquí no habría Boedo o Flores sino Sevilla y el otro barrio, el de los desterrados. Alvaro Avos en El cuarteto de Buenos Aires hace coincidir a Borges, Arlt, Onetti y Gombrowicz un día de 1942. ¿Cómo sería un utópico Cuarteto de Sevilla? Un día de ¿1926? se cruzarían Cernuda, Aleixandre y los hermanos Machado. ¿Se mirarían, se harían los huidizos? También se podría plantear un juego libresco al modo borgiano: Borges piensa en su libro de arena y toma pernaud en la calle Maipú que, en el otro lado de ultramar, sería la calle Cuna. Piglia, Lugones y Sábato apenas se miran mientras pasean por Sierpes-Corrientes. Mújica Laínez inventa un Bomarzo en los jardines mitológicos del Alcázar y Alejandra Pizarnik elige un suicidio sevillano al arrojarse, claro, de la Giralda.
EVA DÍAZ PÉREZ Publicado en El Mundo de Andalucía el 28 de febrero de 2005 en la sección Cartografías Urbanas.

sábado, 22 de diciembre de 2007

SUEÑOS LIBRESCOS EN MÉXICO


Ahora que intento recordar el viaje a Guadalajara (México) todo me parece un sueño, un vértigo de horas, un paseo interminable entre edificios, torres, escaleras, plazas, calles de libros. ¿Habrá sido todo un sueño? Repasemos: viajamos casi un día entero en avión -con tres escalas: Madrid, México D.F. y Guadalajara- acompañando al sol, con lo que nunca se hacía de noche. Ay, aquella noche mexicana... Pienso que fue al pisar tierra cuando la mareada, aturdida y derrotada comitiva andaluza quedó embrujada por el llamado efecto de la metáfora traidora: llámese también, patología del realismo mágico. O quizás sea por culpa de un efecto retrasado de tanta lectura realismomágica en los tiempos adolescentes.
Bien, mi periplo mexicano consistió en deambular por la inmensa Feria del Libro y asistir sorprendida a una manifestación popular y lúdica en torno al mundo del libro: hecho insólito viniendo de España, la ignorante y desmemoriada madre patria. El viaje incluyó también algunas escapadas inevitablemente turísticas (eran sólo tres días de estancia) a los monumentos más significativos incluido el asediado enclave de Tlaquepaque, reino del souvenir, donde degustar platos típicos y aromas de tequila.
En la Feria descubrí fascinada algunas editoriales míticas: el Fondo de Cultura Económica, la Librería Porrúa, los libros del Colegio Español de México. Y, por supuesto, caí en las diversas tentaciones del mal de los bibliómanos, una especie de pecado de lujuria y gula en forma de pasión libresca.
Algo que no me gustó fue la excursión excesiva de políticos y variadísima fauna cultureta ajena (o ajenísima) al mundo de los libros: cantantes, bailaores, flamencos, actores, etc. Hubo quien en un discurso politizado habló de gorrones, pero es verdad que hubo más de uno. En fin, todo esto con el tiempo quedará en anécdota. O quizás no...
Es curioso, pero en los días anteriores al viaje tuve un sueño extrañísimo. Llegaba a Guadalajara. Compraba un mapa de la ciudad y me ponía a recorrer sus librerías de viejo (yo tenía la incauta pretensión de buscar libros del exilio intelectual republicano, todo ese catálogo de obras jamás reeditadas que ahora duerme el sueño del olvido). Bien, pues comenzaba a recorrer calles de curiosos nombres, que yo iba inventando en el complejo proceso surrealista: algo así como Avenida de los Conquistadores, calle del Mexique, plazuela del Ágave. No sé si en Guadalajara existe realmente ese callejero que yo inventé en mi sueño. El caso es que deambulando, o casi siguiendo la deriva situacionista de una flâneur incauta, me topé con una calle de color azul. Y es ahí donde, sin darme cuenta, me pica un moscardón mexicano que me provoca un gran dolor en el brazo. Me desmayo y termino en el hospital. Así, paso mis días mexicanos en una habitación del hospital de Guadalajara. Desesperada veo cómo en la televisión de la habitación del hotel emiten la inauguración de la Feria del Libro y son los políticos y flamencos -no se veía a ningún escritor- quienes se apropian del evento y conquistan el alma de los mexicanos. La verdad es que algo así ocurrió. Yo me muerdo de rabia en la cama del hospital gritando contra esos moscones que se han colado en la feria de los letraheridos. ¿Alguien me puede decir qué significa este extraño sueño?

EVA DÍAZ PÉREZ

Fragmento publicado en el libro Guadalajara 2006, de Salvador Gutiérrez Solís (Berenice, 2006)

sábado, 15 de diciembre de 2007

UNA FOTOGRAFÍA QUE RESULTÓ DESTINO


El viento de la guerra veló aquella fotografía, pero no logró ser vencida por la niebla de la muerte y el exilio. El tiempo parece congelado en la instantánea donde todos posan serios y circunspectos, sin saber que la imagen los condenará a vagar eternamente reproducidos en miles de manuales por los siglos de los siglos.
Pero desalojemos la nube de magnesio que envuelve esta fotografía. Corre el mes de diciembre de 1927. Llueve en Sevilla. Un grupo de poetas baja del tren expreso entre carcajadas. Juegos, bromas, ludus de poesía gamberra en el tren que los lleva a las tierras del Mediodía. Están Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Juan Chabás, Jorge Guillén y José Bergamín: los nietos de Góngora.
El Ateneo de Sevilla los invitó a la capital poética de España, según había proclamado Juan Ramón Jiménez, para culminar los actos de homenaje a Góngora con una serie de conferencias y recitales más una fotografía de recuerdo que llegaría a ser histórica. Se conmemoraba la muerte del gran poeta aúreo –ya se sabe que a las grandes generaciones les atraen las tumbas simbólicas: la del 98 en la de Larra, la del 27 en ésta de Góngora, y la del 50 en la de Antonio Machado-, pero el viaje a Sevilla fue, sobre todo, la confirmación de la amistad y la autoconciencia de que eran un grupo poético. Lo recordó, muchos años más tarde, Dámaso Alonso: “Mi idea de la generación a que (como segundón) pertenezco, va unida a esa excursión sevillana”.
En Madrid, habían celebrado diversos juegos canallas -funeral en Las Salesas, ‘juegos de agua’ en la Academia o el auto de fe-, así que a Sevilla llegaron para lanzar la traca final al año gongorino. Por eso, además de las sesudas conferencias, la Sevilla de aquellas postrimerías del año 27 asistió a la celebración de la vida de unos jóvenes poetas: fiesta de disfraces morunos, delirante sesión de hipnosis, banquetes, soirèes flamencas, una visita al manicomio, veladas báquicas en las tabernas de Triana y hasta una peligrosa travesía por el Guadalquivir.
Las conferencias, que se celebraron en la calle Rioja, comenzaron el viernes 16 de diciembre con la inauguración y saludo a cargo de Bergamín. Así lo recordaba Alberti en La Arboleda perdida: “El público jaleaba las difíciles décimas de Guillén como en la plaza de toros las mejores verónicas. Federico y yo leímos, alternadamente, los más complicados fragmentos de las Soledades de don Luis, con interrupciones entusiastas de la concurrencia. Pero el delirio rebasó el ruedo cuando el propio Lorca recitó parte de su Romancero gitano, inédito aún. Se agitaron pañuelos como ante la mejor faena coronando el final de la lectura el poeta andaluz Adriano del Valle, quien en su desbordado frenesí, puesto de pie sobre su asiento, llegó a arrojarle a Federico la chaqueta, el cuello y la corbata”. A las conferencias asistió otro poeta que, aunque no apareció en la fotografía, llegó a ser uno de los miembros clave de la generación: el sevillano Luis Cernuda. Y cómo olvidar la presencia siempre burlesca y embromada de Pepín Bello que entonces residía en Sevilla, donde trabajó algún tiempo, proponiendo juegos y chistes de putrefactos.
La joven generación también acudió a un almuerzo en la Venta de Antequera que fue el homenaje que el grupo de la revista MediodíaRomero Murube, Juan Sierra, Rafael Porlán, Alejandro Collantes, Rafael Laffón, Fernando Villalón- tributó a sus colegas. Allí, en un banquete de huevos a la flamenca se produjo el hermanamiento entre poetas y se coronó a Dámaso Alonso.
El torero Ignacio Sánchez Mejías se ocupó de agasajarlos y asumir los gastos de la visita, que se alargó algunos días más de los previstos. En la finca del diestro ilustrado, situada en Pino Montano, tuvo lugar una de las fiestas más surrealistas: la noche de los disfraces moros. La joven literatura “bebió largamente” disfrazada de abencerrajes, almohades de sedas encogidas y nazaríes de arrabal.
Probablemente, hubo un momento en el que “la brillante pléyade” perdió la noción de las noches y los días como atestiguaba Jorge Guillén: “Todo fantástico. ¡Viva Andalucía! En efecto, ¡qué impresión de cosa soñada, de irrealidad, de horas fantásticas!”. O Dámaso Alonso, que también evocó el ambiente de aquellas veladas: “Nos sumergíamos profundamente (hasta el amanecer) en el brujerío de la noche sevillana. Dormíamos desde la salida del sol hasta el crepúsculo vespertino. Sólo en viajes posteriores he visto la Giralda a la luz del día”.
Sólo así se explica que una madrugada, después de las sesiones hipnóticas y la actuación sublime de Manuel de Torre y el Niño de Huelva -con aquellos martinetes que a Lorca le sonaban a “tronco de faraón”, según la célebre anécdota de las “placas de Egipto”-, decidieran visitar el manicomio de Miraflores como tributo al más puro surrealismo. En aquella época, Sánchez Mejías estaba preparando su obra de teatro Sinrazón, inspirada en el mundo de la locura, y quizás quiso saber qué pensaban los niños poetas de los complejos laberintos de la mente.
Otra de las singulares aventuras sevillanas fue la travesía “heroica y nocturna del Betis desbordado”, como relató Guillén. Habían recorrido las tabernas de Triana y la noche les parecía que tenía el color cárdeno de los vinazos. Tenían que regresar a Sevilla, donde se alojaban en el Hotel París, pero en medio estaba el Guadalquivir, de un verde oscuro de aceite antiguo, un hermoso y siniestro paisaje fluvial con un bosque de mástiles y olor a brea y sardinas salpresadas. Bien cargados de vino tabernario decidieron atravesar el río en barca, decisión osada ya que el Guadalaquivir venía desbordado por las lluvias de aquellos días. Lo que al principio fue una continuación de la juerga trianera se convirtió en un temerario episodio, que a punto estuvo de terminar con la joven generación literaria apenas nacida. Dámaso Alonso lo evocó en su libro Poetas españoles contemporáneos. “Era muy de noche. El Guadalquivir, crecido, inmenso toro oscuro, empujaba la barca; la quería para sí y para el mar. La maroma, de orilla a orilla, que nos guiaba describía ya una catenaria tan ventruda que parecía irse a romper. Aún traíamos las risas de tierra, pero se nos fueron rebajando, como con frío, y hacia la mitad de la corriente sonaban a falso, a triste. (…) Imagen de la vida: un grupo de poetas, casi el núcleo central de una generación, atravesaba el río. La embarcación era un símbolo”.
Es curioso fabular pensando qué habría sido de aquella generación poética si finalmente un golpe traicionero del río los hubiese arrastrado al fondo después de una memorable jornada de juerga y poesía. Tenía el destino guardado otro final para aquellos poetas.
Fue Jorge Guillén quien escribió el poema definitivo, Unos amigos, que resume el ambiente de aquel viaje, aquel “azar que resultó destino”: “Y nacieron poetas, sí, posibles./ Todo estaría por hacer./ ¿Se hizo?/ Se fue haciendo, se hace./ Entusiasmo, entusiasmo./ Concluyó la excursión,/ Juntos ya para siempre”.

EVA DÍAZ PÉREZ (Publicado en la Revista "Mercurio" Mayo de 2007)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

EL CAMARÓGRAFO DE LOS LUMIÈRE



En la película número 158 del Catálogo Lumière está atrapada Sevilla desde hace más de un siglo. El letrero dice: Espagne: courses de taureaux I. Sevilla, 25 de abril de 1897. La ciudad sigue divagando en ese álbum en movimiento, en fotogramas prehistóricos captados por un ojo mecánico. El cameraman ha colocado el trípode en un punto y el objetivo se va tragando los divertimentos de una ciudad de fantasmagoría. Hay muchachillos que se ocupan en dar pases de pecho a vaquillas, entrenan el artificio de la verónica y hasta creen que el bicho es un morlaco corniveleto, zahíno y alto de agujas, como será el toro que les dará la inmortalidad o la muerte definitiva, una tarde no muy lejana.
¿Quién estaba al otro lado de esa cámara Lumière? Es todo un misterio, aunque hay varias hipótesis. Al menos hay tres personajes que retrataron por primera vez para el cine la imagen de Sevilla: Francis Doublier, Alexander Promio o Jean Busseret. ¿Quién llegaría con el invento revolucionario esa primavera de 1897 a una Sevilla sorprendida de luz?
No hace mucho que el Salón Suizo de la calle Sierpes (números 27-29, para quien esté interesado en la arqueología cinematográfica) acogió la primera proyección en Sevilla de este mágico artilugio. Fue el 16 de septiembre de 1896: «Cinematógrafo Lumière. Todos los días, de dos a siete de la tarde y de ocho a doce de la noche, sesiones cada media hora». Cómo salían aquellos sevillanos de leontina y corbata plastrón después de ver El regador regado, Los obreros saliendo de una fábrica y, sobre todo, la llegada del tren correo que parecía precipitarse sobre los asustados espectadores. Andar por la calle Sierpes después de contemplar durante un rato aquellas imágenes alucinadas en movimiento provocaba caídas y un temblor de tobillos como si caminaran por adoquines inciertos.
Pero nadie había atrapado aún esa cierta idea de Sevilla, aunque existe otro dato curioso en este misterio sobre el primer cameraman que grabó Sevilla. Hay noticia sobre alguien que se anticipó a los enviados de los hermanos Lumière. Se trata del operador Henry William Short, que trabajaba para la empresa inglesa de Robert W. Paul. Parece que en el verano de 1896 filmó diversos escenas sevillanas que tituló de forma similar a como lo haría más tarde el misterioso cameraman de los Lumière: Danza andaluza, Procesión, Salida de misa y Toreros (o Una corrida de toros en Sevilla).
A pesar de este precursor, fueron los Lumière quienes crearon una auténtica factoría de operadores a los que entrenaban desde Lyon, ciudad natal de los inventores. Luego, deambulaban como trotamundos cargados con el artilugio que conseguía atrapar en una pequeña inmortalidad, en la fragilidad del tiempo sin tiempo que es el cine. Estos operadores pioneros eran en realidad como esa figura del flâneur o el paseante que presentó Baudelaire y luego Walter Benjamin, un personaje que callejea intentado atrapar el alma de una ciudad.
Pero sigamos el rastro del camarógrafo desconocido. Según la prensa de la época, habría sido Francis Doublier quien retrató Sevilla en las famosas Vistas Españolas de los Lumière. Pero cuidado. Esta afirmación se basa en una segunda visita: la que se produjo en la primavera del año siguiente, la de 1898, el año del desastre, ese trágico año en el que desembarcaron los barcos cargados de derrota y vómito negro desde la ya lejana Cuba. Sonaba una triste melancolía de guajiras en un puerto sevillano con atroces relatos de muertos.
El caso es que Francis Doublier fue el que llegó a Sevilla, pero en la segunda visita. ¿Quién vino entonces la primera vez? Echemos otro vistazo al Catálogo Lumière en busca de pistas. La película 145 se llama Danses espagnoles: el vito. Y las siguientes son como un espejo de España, como si Sevilla de nuevo sirviera como fondo escenográfico de España. Están filmadas unas muchachas candorosas y dulces que bailan el vito, la jota, las boleras robadas, el bolero de medio paso, las manchegas. En realidad, el secreto cameraman de los Lumière estaba ensayando un álbum de España a partir –como casi siempre– de Sevilla y casi se adelantó a Aníbal González y sus azulejos de las provincias en la Plaza de España que acogió la inauguración de la Exposición Iberoamericana de 1929.
Pero aún falta mucho para este acontecimiento. Estamos aún en 1897 y ya está descartado Francis Doublier, que llegó un año más tarde. Lo más lógico es que fuera Alexander Promio, porque es el que realiza la mayor parte de estas Vistas Españolas. Sin embargo, se descubre algo al leer el riguroso estudio de Jean Claude Seguin sobre el rastro de Promio por España. Rápidamente queda descartado del viaje sevillano por una razón: el 1 de abril se encuentra rodando una reunión del Touring-club de France, y luego el 25 y el 26 estaba en un concierto. Más noticias: según el Le Journal de Chartres del 20 de mayo, está en Chartres. Es evidente que Promio no podía estar en esas mismas fechas en Sevilla.
¿Es entonces Jean Busseret el responsable de estas Vistas Sevillanas, de estas primeras escenas fílmicas que parecen un calco de los cuadros costumbristas, de toda la iconografía con la que cargaban estos flâneurs cinematográficos? Hay un testimonio revelador. El de la nieta de Busseret, quien asegura –según el estudio de Seguin– que su abuelo estuvo por esas fechas en Portugal y en Sevilla.
El misterioso cameraman que filmó Sevilla en las películas sensibles –de inmortalidad– de los Lumière bien podría ser Busseret, el mismo que presentó el cinematógrafo a la familia real española en una sesión en la que estaban presente la reina regente María Cristina y sus tres hijos: Isabel, María Teresa y Alfonso, el futuro Alfonso XIII. Es curioso, pero en los ojos del niño hay un extraño brillo al ver el nuevo invento. Y es que pasarán los años y el cine será para este rey algo traidor un juguete de sus fantasías eróticas, ya que encargaba curiosas películas sicalípticas. Y todo por culpa del misterioso cameraman que atrapó Sevilla en un fotograma.


EVA DÍAZ PÉREZ Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 5 de noviembre de 2005

viernes, 7 de diciembre de 2007

LOS PRUCHODY DE PRAGA


En su libro Praga mágica, Angelo Maria Ripellino desvelaba el secreto de la ciudad. De madrugada, había visto volver todos los días a la misma hora al espectro de Kafka a su casa de la calle Celetná (Zeltnergasse). Del mismo modo, había observado al fantasma de Jaroslav Hasek, a un misterioso espíritu galvanizado de Meyrink y al de Nezval, que también regresaba tras una noche de cervezas místicas a su buhardilla del barrio de Troja. Ripellino acertaba a decir: “Una cosa es cierta: que desde hace siglos deambulo por la ciudad moldaviana”.
A partir de esta certeza, es posible contar Praga según sorprendentes claves telúricas, que es como se deben narrar las ciudades-libro. Desprecie el viajero literario las guías al uso, los lugares de la postal, los itinerarios amables. Praga no existe. Es un sueño viejo que se fraguó en los Kaffeehäuser o cafés de los poetistas.
El paseante literario olvidará todos los consejos que se le dan al ingenuo turista. Deberá internarse en los cementerios praguenses sin que la niebla le haga perder la orientación. Leerá los epitafios, húmedos de bruma azul, para dirigirse luego a los pruchody, esos pasadizos que huelen a barro medieval y conectan los viejos edificios de la ciudad. Internándose por los pruchody se pueden aspirar los humores de Praga, esos que dicen que respiró Kafka hasta quedar embrujado y hastiado de su ciudad. En esos pruchody tendrá el paseante la sensación de deambular por el laberinto olvidado de un sueño lejano de la infancia. Esa noche de miedo en la que soñamos por primera vez con un monstruo de barro que nos perseguía por una ciudad desconocida.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

PARÍS INVISIBLE


En el arte de recorrer lugares literarios, el paseante debe conocer un secreto: el misterio de las ciudades superpuestas. Se puede pasear por un aparente París de guía turística, aunque en realidad el vagabundo literario deambula por una ciudad invisible, una ciudad que fue, pero que ya no existe. Por ejemplo, hay un lugar muy revelador en el llamado mapa de los invisibles de París: la explanada de Los Inválidos.
Estamos en el verano de 1945 y París ya no se estremece con las botas lustrosas de los nazis. Leclerc está a punto de entrar en la ciudad. Dentro de poco comenzará a inundar las calles un Sena de champán y risas. Pero en la explanada de Los Inválidos hay un hombre que está enterrando algo. Se trata de un alemán, Gerhard Heller, responsable del sector literario de la Propagandastaffel. Heller permitió que la cultura francesa no se resintiera durante la ocupación nazi. No quería hacer mártires. Y, a fin de cuentas, hubo más libertad en el París ocupado que en Vichy, capital de la Francia ‘libre’.
Heller se afana en enterrar en la explanada su diario de la ocupación. También esconde el manuscrito de un buen amigo, Ernst Jünger, Der friede (La paz), donde condena los horrores del nazismo. Muchos años más tarde, Heller intentará encontrar su diario de guerra en la explanada, entre las calles Talleyrand y Saint-Dominique. Será inútil. Permanece oculto en una dimensión de París. Desde entonces, todos los veranos se puede ver a un hombre o un fantasma que recorre incansable cada palmo de la explanada de Los Inválidos. Y todo por no saber buscar en los mapas invisibles de las ciudades.

EVA DÍAZ PÉREZ (Publicado en la revista "Mercurio". Diciembre de 2006)

domingo, 2 de diciembre de 2007

MAX AUB: Euclides, número 5 (México D.F.)


¿Qué era Euclides número 5? Aparecía en el remite de aquellas cartas de confesiones y nostalgias, en la dirección postal de las revistas literarias de la España de ultramar, aquel trozo desgajado, en tránsito, que seguía viviendo a destiempo. ¿Euclides 5 era una casa, un refugio o una cueva de sombras platonianas?
En una vieja fotografía del álbum iconográfico de Max Aub descubrimos que era la casa del exiliado, un espacio sin lugar y un tiempo sin historia. Euclides, 5 era la casa mexicana de Max Aub y el lugar del que salieron los proyectos desesperados de su memoria. Allí recreaba imaginarios retornos y escribió su teatro de barbas y canas, porque “murió sin haber nacido”. En aquel piso de Euclides, 5 salió un periódico –El Correo de Euclides- el 31 de diciembre de 1959, en el mismísimo abismo de otro año de destierro. Y en el mismo lugar se fraguaron algunas publicaciones impulsadas por Aub como Sala de Espera o Los Sesenta, otro juego maxaubiano en el que sólo podían escribir autores sexagenarios en aquella sexta década del siglo terrible.
Cuando Max Aub visitó España en 1969 se apresuró a decir: “He vuelto, pero no he vuelto”. Sabía que era un turista del revés, porque venía a visitar lo que no existía. Lo escribió en La gallina ciega donde mostraba su crueldad de viejo resabiado, su indignación por la desmemoria y la ignorancia de aquella España franquista. Paseando por ese país que no reconocía se topó con fantasmas, con personajes de sus novelas, con amigos muertos y comenzó a tener nostalgia de Euclides, 5. Y escribió: “Es triste porque esto no es España ni aquello tampoco”.


EVA DÍAZ PÉREZ (Publicado en Enero de 2007 en la revista "Mercurio"

Prueba de inauguración

Ésta es una prueba de ensayo para el blog