jueves, 4 de diciembre de 2008

DEL DANUBIO AL GUADALQUIVIR


El Danubio no es azul, es un río «amarillo fangoso», como dice Claudio Magris en su delicioso ensayo de viaje por el río europeo. La historia europea nace en el Guadalquivir con los asombros que llegan de ultramar y desemboca en el Danubio, cauce de la decadencia europea, del finis Austriae que es también el epílogo del viejo continente. El Danubio y el Guadalquivir fueron ríos para una misma monarquía: la de los Habsburgo. El mismo espejo turbio en el que se miraban aquellos monarcas de exageradas gorgueras y tronos llenos de carcoma.
En las orillas de ambos ríos hay también historias de ahogados y suicidas. En Sevilla, los hermanos de la Santa Caridad se ocupaban de los cadáveres rescatados del Guadalquivir y en Viena los ahogados del Danubio descansan en el Cementerio de los Sinnombre.
El pasado viernes se perdió por Sevilla un vago sonido vienés, algo de esa nostalgia del imperio austrohúngaro que Álvaro Mutis confiesa tener, aunque naturalmente no haya vivido en ese mundo de hermosos valses caducos, de palacios de frívolas princesas, esa Kakania sobre la que escribió irónicamente Robert Musil por lo de la monarquía dual, las siglas K. u. K., kaiserlich und königlich, que significa «imperial y real». Algo de esta Viena-Kakania se percibe aún en la música de los Niños Cantores de Viena, que ayer interpretaron parte de su repertorio en la Catedral de Sevilla, escenario de otros niños cantores, los Seises, también infantes como salidos de lienzos antiguos.
Pero sigamos relacionando ambas ciudades, sin duda, unidas por semejantes destinos, porque tienen el sabor triste de las ciudades decadentes, de esas urbes de pasado glorioso y en las que se adivina que hace mucho que la Historia se retiró de sus aposentos. Ciudades que huelen a resedas y a violetas, a grabados que reflejan los buenos tiempos. La Sevilla del siglo XVI y la Viena del XVIII, la de la emperatriz María Teresa, cuyo eco se marchitará en el aparentemente feliz XIX y se hundirá tras la Primera Guerra Mundial al desaparecer el viejo imperio austrohúngaro.
Pero no sólo habría que fijarse en las épocas por el poderío que aparece como paisaje de fondo en los retratos imperiales. También está el tiempo de la cultura, que es lo que hace inmortales a las ciudades. El XVII fue en Sevilla el siglo de la decadencia, pero también es la época dorada de la cultura. Y Viena tiene en el fin de siécle y los inicios del siglo XX su época más brillante, como recuerda Stefan Zweig –otro gran vienés– en su libro de recuerdos El mundo de ayer.
Podríamos perdernos en lugares de ambas ciudades que parecen semejantes. Por ejemplo, el Prater y el parque de María Luisa, lugares de recreo y esparcimiento que tienen esa bruma decimonónica de estampa de amable burguesía. O el triunfo en Viena del dorado bizantino, tan presente en los cuadros de Klimt, están en Sevilla en el pan de oro de sus retablos barrocos. Como también se parecen las fachadas de algunas casas, más en el color que en las formas arquitectónicas. El llamado amarillo María Teresa, típicamente vienés, es sólo un poco más claro que el sevillano amarillo-albero. Aunque realmente el caserío urbano de Sevilla nada tiene que ver con el aire Secese. Salvo un caserón que parece una estampa arrancada de la misma Viena: la casa del número 7 de la calle Tomás de Ibarra con un aire modernista o secesionista, por hablar con propiedad vienesa. Una calle que hay que atravesarla mientras suena el trío de piano de Shubert.
El estilo biedermeier, el toque del buen burgués, denostado luego por los grandes de la arquitectura –Otto Wagner, Josef Hoffmannn o Loos–, sí puede intuirse en algunas casas sevillanas. Y, a pesar de que el historicismo del XIX en la Ringstrasse recuerda el regionalismo pasado de moda que se seguía haciendo en la Sevilla de los años veinte, Viena sí vivirá su brillante renovación arquitectónica.
Sevilla y Viena tienen tragedias posrománticas. En la capital del imperio austrohúngaro está la tragedia de Mayerling cuando Rodolfo de Habsburgo y María Vetsera –con la que mantenía una relación adúltera– aparecen muertos en el pabellón de caza el 30 de enero de 1889 por un aparente suicidio de amor. Aquí la muerte tardorromántica la protagoniza María de las Mercedes –la versión castiza de la Sissi vienesa– cuando muere joven y enamorada por la tuberculosis. A Sissi la mataría el anarquista italiano Luccheni y a la niña Montpensier el bacilo de koch.
Igual que hubo una Sevilla la Roja en las collaciones de San Marcos, San Gil y San Luis, existió una Viena Roja que se pone como ejemplo arquitectónico: las viviendas obreras creadas tras la Gran Guerra. En 1934 fueron el centro de una insurrección proletaria, que Dollfuss, el canciller austrofascista, reprimió con violencia. Una estampa que recuerda al cruel Queipo de Llano entrando a sangre y fuego en Sevilla la Roja.
En el juego de semejanzas habría que rescatar las huellas españolas que aún existen en Viena, por ejemplo, la Escuela Española de Equitación. Y no habría que olvidar la educación española de algún habsburgo de la rama austríaca, como ocurrió con Rodolfo II, el rey alquimista. Por cierto, los vieneses aún utilizan la palabra granting (malhumorado) que recuerda el estado de ánimo que solía tener la nobleza española
Viena, ciudad de los cafés, tiene en el Central un símbolo: el maniquí del autor de Amanecer en el Prater, Peter Altenberg, el poeta de café «que amaba las habitaciones anónimas de los hoteles y las postales ilustradas», según Magris. Aquí los poetas de cafés están olvidados. Casi nadie recuerda ni siquiera dónde se reunían. Y recordando la novela Auto de Fe, de Elias Canetti, el judío vienés, aparecen otros finales de bibliotecas incendiadas, como las de tantos herejes sevillanos. Sí, Viena y Sevilla son inquietantemente parecidas: dos ciudades maestras del autoengaño.

2 comentarios:

The gunner dijo...

Dos ciudades para la historia. Pata el olvido de la historia, más bien. Dos sociedades tan distintas, enlazadas por una arquitectura y un legado histórico paralelo. Divididas por un río de esperanza, que se hace hielo y mentira cuando zarpan por sus entrañas. Agradecerte además, tu relato sobre los Andaluces en el exilio. Más que una gran obra, la tildaría de necesaria. ¡Qué sorpresas tan agradables desde mi inocencia histórica al descubrir a tantos grandes andaluces!. Pensaba que no existían, que nuestro pasado era un encefalograma plano, sin personas capaz de cambiar el mundo. Cuando leo tu libro me doy cuenta de que sí. Que existen y que son tan importantes que un país como este no se merece tenerlos por bandera. Saludo y gracias de nuevo!!

EVA DÍAZ PÉREZ dijo...

Hola Gunner:
Me ha encantado tu comentario que viene a la perfección como epílogo del artículo.
Y muchas gracias por tu elogio de "La Andalucía del exilio". Sí, es sorprendente la cantidad de españoles que permanecen en el olvido y que merecen ese rescate. Ojalá quedaran incorporados de forma definitiva a nuestro legado intelectual. Esa es la intención de ese libro con el que también he aprendido mucho durante la investigación.
Saludos y, de nuevo, muchas gracias
Eva Díaz Pérez