Bastaría imaginárselo, gigantesco y muy gastado, con su alborotada cabeza encanecida avanzando por un pasillo repleto de libros, atesorando idiomas que le servían para huir de una realidad sádica o dándole vueltas a versos mientras adecentaba una traducción de uno de los clásicos para ganarse la vida. Y, así, entre versos que iba copiando con mano temblona y trabajos literarios mal pagados, seguro que se colaría por la ventana un recuerdo que traía colgado el sol suave de la infancia.
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