sábado, 9 de abril de 2011

EL BESTIARIO DEL ÚLTIMO SURREALISTA: JORGE CAMACHO


                                                   Foto de Carlos Márquez
EVA DÍAZ PÉREZ
UN HOMBRE PASEA bajo los muros de la Catedral, deteniéndose en las portadas, admirando el secreto en piedra de los tímpanos y arquivoltas, fascinado por el juego de figuras en los capiteles. De pronto, se para bajo una gárgola con un animal fantástico semejante a un león furioso o un dragón agonizante. Llueve y caen ríos de las entrañas de la piedra.

Es Jorge Camacho, el pintor cubano, el amigo y albacea de Reinaldo Arenas, el hombre que ayudó a sacar clandestinamente sus manuscritos de La Habana castrista, el artista elogiado por Breton, el amigo de Henri Michaux y Roberto Matta.
Camacho murió la semana pasada en su casa de París donde vivía junto a su esposa Margarita. Pero también tenía un hermoso piso soleado en el centro de Sevilla, donde reinventaba soles surrealistas; la finca Los Pajares en Almonte –en la que admiraba la danza de las aves de Doñana–, y un indeterminado lugar nutrido de nostalgias que olía como su vieja Habana y que guardaba en el fondo más secreto de su gaveta de maderas caribeñas.
Sus estancias en Sevilla solían coincidir con la primavera. Entraba entonces un sol zahareño por el gran ventanal del salón y un sonido de campanas de bronce. Era feliz. La mirada terrosa le brillaba y se atrevía a seguir pintando sus recuerdos.
Jorge Camacho paseaba por las calles sevillanas deteniéndose en curiosas formas que adivinaba en las viejas fachadas de piedra, en la cal hiriente de las casas de Triana y en los caprichosos dibujos del río al caer la tarde.
De esos paseos salió un libro singularísimo que resumía su pasión por el conocimiento alquímico en las catedrales. El libro fue publicado por la Fundación Pol François Lambert en 2001 y se tituló La Cathédrale de Séville et le Bestiaire Hermétique du portail de Saint Christophe et de L’immaculée Conception (La Catedral de Sevilla y el bestiario hermético de la puerta de San Cristóbal y de la Inmaculada Concepción), escrito junto a Bernard Roger y con introducción y noticia histórica de Eduardo Fernández Sánchez
Jorge Camacho era un gran observador de animales. En la finca de Almonte pasaba largas horas entregado al paciente arte de la observación ornitológica. Luego pintaba pájaros abstractos que comían sombra y que traían escondidas en las alas historias septentrionales que a él le gustaba descifrar.
Un día paseando por la Catedral de Sevilla descubrió extraños pájaros de piedra y comenzó a leer las claves simbólicas llevando bajo el brazo un ejemplar del libro de Fulcanelli, El misterio de las catedrales. Descubrió el bestiario alquímico que se ocultaba en el templo siguiendo los pasos de Fulcanelli y su lectura hermética de las catedrales medievales.
Fotografió leones y pelícanos, águilas desafiantes, quimeras inquietantes y animales fantásticos que parecían huir de los capiteles catedralicios. «Hay figuras y una asamblea de animales, salvajes o fantásticos, repartidos por los capiteles y entre las guirnaldas vegetales», anotó en el libro que, desgraciadamente, nunca se publicó en castellano.
Paseaba bajo la Puerta de la Concepción o Puerta Colorada recordando el plano de la antigua mezquita que yace bajo el templo, identificando el patio de las abluciones y dónde se encontraba el mihrab. Observaba cómo se superponía las épocas. Y en el palimpsesto halló el rincón donde se reunía la llamada Congregación de la Granada, probable secta de alumbrados, cuyos fantasmas creyó ver reunidos bajo los naranjos.
Recordó entonces la tumba hallada por el arquitecto Fernández Casanova encargado de restaurar la Catedral en el siglo XIX cuando ultimaba los trabajos de la Puerta de San Cristóbal. Allí estaba la losa funeraria de Salomon ben Abraham, enterrado junto a su libro de medicina, según escribió Rodrigo Caro rescatando la historia de aquella escuela de astrónomos y cabalistas judíos establecida junto al templo. En la lápida había una bella estrella de Salomón que a él le recordó –no sabía por qué– la estrella que André Breton le dijo que él tenía en la frente. Una estrella surrealista que aún alumbraba su memoria.

Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 09 dea bril de 2011 

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